lunes, 25 de septiembre de 2023

Un frío muy raro que sentí hace unos días





Siempre quiero ser otro. Este tema de la identidad es un laberinto, constante es la búsqueda por ese pedazo que nos falta en el corazón, parecemos ratas que anhelan una salida a una situación que nos abruma. Creen que van por comida o placer, pero el eje de la búsqueda es complementar ese pedazo que tenemos extraviado en el pecho. La vida, simplemente, es así. Caminamos en tantos sentidos de un mapa que casi no entendemos. Imaginar por un rato al niño que fui es un ejercicio interesante, porque me hace sentir inmutable. Aquel que se sentaba a llorar debajo de la cama porque no tenía a nadie con quien hablar, o el que se desquitaba con sus juguetes porque no sabía descargar esa sensación de frustración hasta que se inventaba una historia en la que todos morían de una forma horrible pero heroica, algo así me descargaba. Pienso en eso y medito sobre la ficción, creo que vuelve a ser ese mismo terreno de hace tantos años. 

Sin importar si es cine, literatura, teatro o un cuento que alguien me echa en el trabajo, pienso que es mi cuarto, con los afiches de Los Simpsons, Space Jam y Fullmetal Alchemist colgados en las paredes, al lado de los vitrales que pintaba mi hermano mayor y de las artesanías y las cosas que cocinaba mi hermano menor. La ficción es el pequeño instante de soledad en el que me encerraba a leer los cuentos de Chejov con una linterna, debajo de las cobijas, mientras mis hermanos me puteaban por no dormirme temprano. La ficción son las noches en las que me sentaba en el sofá y leía Los Jefes y los Cachorros hasta la medianoche y, cuando todo estaba en silencio, me dejaba abrumar por los pensamientos que solo se pueden escuchar cuando uno se sumerge en la soledad más absoluta. 

Miro la ventana de mi casa, más de quince años después y pienso en esto. La ficción sigue siendo una especie de escape confrontativo de la realidad. Yo no quiero ser este, no quiero ser tan simple. Pero, tan pronto voy juntando palabra con palabra, siento mi complejidad y la de cualquier ser humano. Creen que leemos para evadir lo que nos pasa, para imaginarnos en la luna y morir atrapados en un solipsismo que duda de la realidad del otro. Eso es falso. Puede ser la excusa para comprar los libros o para forjarse el ego del lector, el crítico o el escritor, pero el que quiera escapar con la literatura (o, incluso, con el cine, o hasta con el arte) la tiene difícil. Al leer, al ver películas, al escuchar música siempre palpas los contornos del otro, y, al reconocer su existencia, das forma a tu propio ser. Por eso es que el ejercicio real de la lectura y de la escritura es un escenario que, aunque a primera vista parezca escape, se transforma en un evento de confrontación constante. 

Al terminar muchas de las cosas que hago no me siento bien. Solo concluyo, sintiéndome peor por lo que ocurrió en ese universo; o dejo pasar un vacío que es incluso más profundo que el generado por una gran fiesta. El viento corre y el mundo vuelve a la quietud más inesperada. La realidad vuelve con los sonidos de los carros y con los pasos de las primeras personas en el mundo. 

¿Será que dios se sintió tan solo cuando terminó de crear a la humanidad? Tal vez ese ser hizo todo este espectáculo porque quería ser otro, o, en el peor de los casos, nunca descubrió cuál era su verdadera forma. En su proceso de entendimiento dibujó al otro y se estableció en su propia cárcel. Ahora le aterra lo que pasó, espera y quiere reconocer lo que era antes de todo esto. Pero, al igual que con las historias que escuchamos, tan pronto sientes el silencio de esa noche, o el pequeño espacio de viento entre dos canciones, sabes que tu vida no volverá a ser la misma. 


miércoles, 4 de septiembre de 2019

Elegía de un paseo



En el disco suena “el miedo, la desconfianza, te han vuelo esclavo. No tendrás liberación… Se nace se vive, se muere, luego nos hacemos parte del todo”, el rapero chileno que canta en aquella reproducción de una canción concluye con la obviedad que a todos asusta “no hay retorno”. Este mundo es un lugar de paso, un camino que se recorre una sola vez y que no lleva a ningún lugar. La simpleza de esas cosas asusta, como un cuarto vacío lleno de sombras.

Jean Moreau en Ascenseur pour l'échafaud


 Los misterios no están en la esclavitud del más allá, la cosa es que todo está presente en un instante. Caminar por esta ciudad es darse cuenta de eso. Gritos que esconden las paredes de los edificios, fantasmas que se ocultan detrás de la piel y seres que caminan atrapados en bucles, dando pasos repetitivos y ejerciendo una acción única que forma lo cotidiano. 

 Todo pasa en un mismo tiempo, la vida fluye como un río partido. Pero todas las aguas al final tienden a ir al mar. Ignorar la alienación propia es el camino para comprar la libertad atrapada en el aliento del trabajador. Nuestra libertad de placebo es la opinión vacua, las palabras que golpean con el cemento y que a nadie le interesa escuchar. La esquizofrenia en la que vivimos parte del acto de la incomunicación, porque todos los actos confluyen en una orgía de la acción y todo se desvanece, desintegrándose de a poco, para no aterrarnos y cuando llega el momento en que somos conscientes de eso llega la ansiedad que nos guía hasta el fondo de los baches. 

 ¿No lo ves? Todos están atrapados en lo mismo. Escucho a ese indigente que en las calles se queja con la botella plástica del bóxer o el pegaucho. El pegamento le succiona las últimas células de sus pulmones y su cerebro es digno ejemplo de la degradación humana. Pero ahí está, en su propio laberinto, quejándose porque no hay placebo de libertad. Pronto llegará el hambre y llorará, comiéndose por un segundo las lágrimas de toda la ciudad, como diría Becket, porque su sentencia aplica para esta generación que va en picada: las lágrimas del mundo son inmutables, por cada ser que empieza a llorar en el mundo, hay otro que deja de hacerlo. 

 Pasan los seres en esta orgía de la concomitancia de las vidas. Otro mirará al suelo desde su oficina, llenará sus venas de más odio y cargará contra sí mismo. Pasan bajo sus pies mil vidas que dependen de él. La sociedad siempre le ha lamido los pies a los falsos ídolos, pero que mejor que un masaje después de traicionar a un santo. Lo miro desde lo suburbano, a toda velocidad, mientras los cristales de sus gafas brillan con la luz blancuzca de su oficina vacía. “hijos de puta, de una y mil putas” se dice para sus adentros, mientras tapa los crímenes que cimientan su fortuna con palabras motivacionales, con el todos podemos, con la cadena del dios que habrá creado todo este armatoste que se desmorona con los días. Porque todo va a desintegrarse, maravillosa podredumbre. 

 Al salir por ciertas calles de esta ciudad se ven a los drogadictos que se esconden bajo la neblina de lo cotidiano. Mascaras o personas, lo mismo son para los griegos, lo mismo somos para todos. Caminan babeando y jadeando mientras tienen un sueño húmedo con el último o el primer viaje que tuvieron; y las manos les tiemblan, los pies zapatean con desenfado mientras se sientan a esperar que pase un día de sobriedad, o de aburrimiento. Matarse de a pocos en una sociedad que te pide ser más que un simple trozo de carne en descomposición parece ser una salida interesante para este teatro. 

 En el cielo de Bogotá, a cierta hora de la noche, las nubes cogen un color azulado lechoso. Y es ahí cuando me pregunto que estaría haciendo una deidad encima de estas nubes, mirando cómo pasa todo esto, como si estuviera sentado en la silla de un Transmilenio. El físico ateo aseguraba que Dios jugaba a los dados para la creación del Universo, la Biblia de occidente lo plantea como un obsesivo aburrido ante esta falta de sentido que da el ocio y en un ánime japonés dicen que se escondió al ver los resultados de su creación. 

Pero yo lo veo distinto, el color lechoso de nuestras vidas, de las nubes y de las luces de oficina nos da una pista. Dios nos creó después de masturbarse, somos su semen que se estrelló con partículas cósmicas en un entero vacío. La fecundación de la vida con polvos de estrellas, embriones que se tejen debajo de sus pies, sin control, mientras él va limpiando para dejarlo todo como al principio, sin nada. Por eso los humanos mueren como cuando las estrellas se apagan en el vacío, lo único que dejan es una mancha. Respira, cierra los ojos y repítelo: no hay retorno.

lunes, 25 de febrero de 2019

Lo que vale la pena

Hoy el mundo siente la colisión de su coexistencia histórica. El miedo se propaga por el aire y la paranoia se toma nuestros días, tanta es la zozobra que la cotidianidad asusta y los pensamientos y las ideas intentan germinar en una época de pánico. Ante esto debo decir que he perdido la ruta. Al norte, la estrella mayor se apagó, y no entiendo muchas peripecias que me han llevado a estos días neutros.

En medio de esta esterilidad tuve la suerte de toparme con la obra poética de Paco Urondo, el esteta, bohemio y revolucionario argentino; ese escritor que murió encerrado, negando la existencia de los barrotes, e impulsado por su amor a la vida, su pasión por sentir el pálpito del corazón. “La vida siempre/ me rodea, va porfiando vivir”.

 Algo de envidia me hace sentir este hombre, que vocifera contra los que nunca cantan, contra los desilusionados y los esperanzados. Urondo era alguien que podía llegar a ver el amor detrás de las sombras, alguien que sentía la extrañeza de la cotidianidad, pero alguien que siempre pudo ver algo más allá de las cosas que muchos ignoramos. Podría atreverme a asegurar que era alguien que podía ver aquello que vale la pena.

“Si me lo permiten, prefiero vivir”, menciona en alguno de sus poemas, es una declaración de guerra a la vida neutra, a la condena de autocercenarse. Es la revolución en un verso, es contemplar la vida más allá del miedo que se siente por sí mismo. Por eso su lucha no es contra la muerte final, es contra la muerte pasajera. “No muere de muerte natural quien se deja matar antes de tiempo. No destruye/ los olvidos ni los tristes amores: muere en manos de su conciencia”.

De allí que la lucha revolucionaria no es por la comodidad, ni por la seducción de las cosas bonitas; la verdadera batalla es por aquello que vale la pena, aquello que creemos nuestro en medio de este ambiente de paranoia. ¿Qué es lo nuestro? No es la patria, la familia, la ideología, la religión o la guerra. Esas son solo deconstrucciones de la realidad que nos vendieron como necesarias. Lo nuestro es algo más allá, algo que se escurre con el paso del tiempo y que poetas como Urondo nos lo recuerdan en unos versos. Lo nuestro es la vida y nada más.

 La vida sin proyecciones de nada, porque el porvenir es una sombra de desconcierto que nos atormenta el presente. Es allí donde se construyen nuestros miedos y nuestras añoranzas del ego. Sobre eso, Urondo escribió en Adolecer III “Puedo abandonar los grandes/ sueños y las pequeñas/ realidades que sobrevolaban esa franja oscura/ de porvenir, que todavía no logra pertenecernos”.

Y ese es el punto: despreciar lo que vale la pena es simplemente llegar a vivir “como si tuviera/ muchos años y poca vida”. Urondo se convirtió para mí en una guía para entender este instante del día donde el aturdidor ruido de la cotidianidad nos encierra en burbujas que viajan por ciudades sin rostro, por historias sin sentido y por caminos que guían a la nada.

Pero ese es el absurdo que debemos afrontar y seguir construyendo algo que valga la pena, negar nuestras ataduras y saber que las rejas no son reales. Porque “Del otro lado de la reja está la realidad, de/ este lado de la reja también está/ la realidad; la única irreal/ es la reja; la libertad es real aunque no se sabe bien si pertenece al mundo de los vivos, al mundo de los muertos; al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia”.

domingo, 20 de enero de 2019

La intransigencia de Duque


El odio es una enfermedad de los individuos; y como toda enfermedad se extiende y contagia a las sociedades. Colombia y sus individuos vivieron sumidos en una enfermedad de odio mutuo por más de 200 años. La cifra parece exagerada, pero la historia patria está enmarcada con enfrentamientos constantes, cuya base es la imposibilidad de reconocer la otredad de aquel que no está en mi zona de confort. En este contaminado aspecto de individualismo, el odio se extiende por los ductos de nuestra civilización hasta enfermar la génesis de quienes somos.

El problema es que la base de nuestra unión es este cáncer. Una civilización como la nuestra (si es que a esto se le puede denominar civilización) se debería entender como un conjunto de recetas, métodos dirigidos a proteger y propagar la vida humana, o por lo menos así lo planteó el filósofo francés Emamanuel Berl en uno de sus tantos ensayos. En Colombia la definición está trucada: existe un conjunto de recetas y métodos dirigidos a propagar la popularidad de un hombre; a punta de odio.
Lo que vivimos en estos días es la exaltación del odio y un retroceso en la lenta espiral de nuestro desarrollo. La evolución es un proceso lento que se estancó en este pedazo del mundo. El odio y la paranoia son nuestra forma de convivir y el único método para que la sociedad se una. Pero ¿de dónde surgió esto que, para algunos, fue un golpe intempestivo?

La respuesta tiene dos sílabas y cinco letras: Duque. El presidente de la República, aquel sujeto que clama unidad y acuerdos “sobre lo fundamental” logró darle al clavo: unidad mediante el odio dirigido. El evento de la escuela de cadetes fue la consecuencia de seis meses de políticas intransigentes, de persecuciones políticas por parte del Fiscal General, de la aniquilación sistemática de líderes sociales y de la intransigencia para apoyar un proceso de paz que el Gobierno anterior logró adelantar hasta un punto impensable.

Ante esto ¿qué hizo el presidente derechista? Arengar contra los resultados de su predecesor, culpar de todo a los "polarizadores" e intentar llegar a un acuerdo con los grupos que no pudo convencer. Su incapacidad de mando le cerró las puertas en el legislativo; su reforma tributaria perdió el eje fundamental de lo que pretendía y su reforma política quedó floja y desfigurada. Su partido político le dio la espalda en varias iniciativas y su popularidad comenzó a irse por las cloacas, al igual que la credibilidad del Fiscal General de la Nación.

Su salida de emergencia fue apelar al odio; un plan b que comenzó a estructurar desde el 7 de agosto de 2019. Lo materializó de a poco: descontinuó al equipo negociador, desconectó los canales de comunicación y comenzó a amenazar; esperando que con el bolillo en la mano el grupo guerrillero del otro lado de la mesa reaccionara. También empezó a frenar las políticas de reincorporación social y, de a poco, acabó con las políticas de sustitución voluntaria. Con su incapacidad de aplicar el acto legislativo 02 de 2009, desconoció los avances en políticas contra las drogas y destrozó la perspectiva moderna de entenderlo como un problema de salud pública, para convertirlo en un caballito de guerra.

El Ejército de Liberación Nacional es una célula pequeña (tan solo 1.500 combatientes) pero reaccionaria ¿Acaso el Gobierno creía que la guerrilla se iba a sentar cuatro años a esperar que nada pasara? Pero recordemos una cosa, el pasado 24 de diciembre el grupo guerrillero decretó un cese al fuego unilateral de 10 días. El 25 de diciembre, según denunciaron los líderes de esa organización, el Gobierno bombardeó campamentos guerrilleros, desconociendo el derecho internacional humanitario e impulsando el rencor de la subversión. La valentía de atacar gente en tregua.
Ahora ocurre un evento que nos regresa en la espiral de nuestros avances ¿y cuál es la respuesta? El odio, en su estado más puro y propagado en las masas. El cáncer que nos une como sociedad y la lástima por nuestras víctimas. Un ataque en medio de una guerra, un objetivo militar contra otro y el futuro escalamiento de un conflicto.

Tal vez quedemos envueltos en las humaredas y los escombros; gritando insultos contra el otro, mientras sobrevivimos en un día a día, cundidos de pánico y alimentados con odio. En este estado de paranoia nos quieren sumergir, para que a las malas tengamos ese “acuerdo por lo fundamental” que tanto pregonó Duque en su campaña política.

Es momento de marcar una diferencia y no caer en esta división social que promueve este Gobierno. Colombianos, descontaminémonos de esta enfermedad y tengamos una revolución moral, donde el otro tenga valor y podamos entender nuestra realidad más allá de una pelea entre “buenos y malos”, sino que esto es un proceso lento y tortuoso para restablecer los lazos sociales que no nos han permitido rodear la idea de la unidad como seres humanos. Una revolución moral que nos aleje del totalitarismo que encarna el rostro de Álvaro Uribe Vélez y que nos distancia cada vez más. Una revolución moral que nos devuelva la humanidad que nos arrebataron a la fuerza, cada uno de los actores armados (legales e ilegales) que, por desgracia, nos han acompañado en nuestra historia.     

martes, 6 de noviembre de 2018

El final de la jornada






En el salón vacío se sienta en la última silla y contempla el fin de otro día. De nuevo recae sobre sí la sensación más grande de soledad que le puede dar la vida, intenta ignorarla.Pone música en su computador y busca concentrarse en otras cosas, en otros momentos de su vida.

Cierra los ojos y a su mente llegan chispazos de su pelo, de sus manos y de sus ojos. Si se deja ahogar por un suspiro, vuelve a sentir como su piel pasea por sus dedos. Juguetea con el recuerdo que intenta olvidar pero que no puede dejar de lado. Se siente como en una colina de nubes púrpura; está completamente drogado, solo y lleno de trabajo. La sangre que le pasea por las venas corre con torpeza. Intenta respirar, pero el corazón sale a toda marcha de su pecho. “que se evapore la realidad, hoy me siento poderoso para afrontar esta mierda”, se grita a sí mismo, mientras le disimula al mundo un perfil de hombre cuerdo.

Algo dentro de su cuerpo grita, está desesperado y quiere escapar. El trabajo no da tregua, debe controlar la locura, debe mantenerse cuerdo, ser un niño bueno, alguien que sea digno de tener la madre y la esposa que lo reciben todas las noches, sintiendo ese  grillete llamado cariño, eso que nos mantiene cuerdos.

Escupe y siente cómo se adormece su lengua. El sabor amargo de la cocaína en la garganta. Su espalda vibra y sus músculos responden a otro ritmo, algo más allá que esa puta oficina donde adormece su culo todos los días. Nada cambiará. Una lágrima se escapa de sus ojos. Bonita corbata y lindos zapatos. El reloj reluce en una oficina vacía.

Un pase más, para concentrarse. La cocaína viaja y la felicidad se siente como comezón en la punta de la nariz. Ya pronto acabará con ese informe mediocre. Doscientas hojas manchadas con palabras de porquería para que un gordo malcriado y burgués se lleve el crédito, sin tener que pasar noches eternas y largas de trabajo, sin tener que atragantarse largas jornadas de sinsentido perdidas en frases que no saldrán de su cabeza. "Felicitaciones por tu basura, gordo de mierda", se dice mientras sus dedos teclean sin cansancio.

Solo quiere terminar. Dejar pasar un viernes más. Sentir la comezón y el asco, sentado en un montón de sillas carcomidas por el polvo, los flujos vaginales, la sangre y el semen de los desgraciados que estuvieron antes que él en ese lugar. Ya no le importa su esposa, su amante o su madre; ya no le importa nadie, más que ese informe mediocre.

Faltan dos párrafos. Solo quedan unas frases. Se arranca las palabras de algún rincón del cerebro. En el computador suena música descerebrada, quiere cantar, pero le da pena con la pulcra oficina vacía. Escupe otra vez, se salpica los zapatos. Queda una frase. Sujeto, verbo, predicado. Complemento directo, adjetivo, el subjuntivo o el condicional. Concluir el informe y el corazón viaja más rápido que cada uno de los días de mierda que ha vivido en los últimos años. “Que se pudra ese hijueputa”; una frase pura, sin falsificaciones. Punto final y las babas saltan de su boca. No puede hablar y cae al piso. Linda corbata salpicada de vómito, zapatos con sangre y un cuerpo que serpentea en el suelo de una oficina vacía.

jueves, 21 de junio de 2018

La crueldad rutinaria, el crimen de Andrés Camilo Ortiz


Dedicado a Andrés Camilo Ortiz y todos aquellos que han sufrido la brutalidad policial

"Y murió a contramano, entorpeciendo el tránsito" Chico Buarque

En mi barrio nunca pasa nada. Pareciera que el tiempo transcurre en un ir y venir de buses, carros y luces. Es un lugar callado, adormecido por el sonido de las llantas que corren el pavimento a una velocidad tortuga. Las tiendas abren a la misma hora, los rostros mutan y envejecen con el paso del tiempo. Todo es tan común, tan cotidiano y tan somnoliento.

Pero siempre existen eventos que destrozan ese manto. Hace un par de días un policía mató a un hombre de 18 años por intentar entrar al sistema de transporte de la ciudad. El agente se percató del acto y lo persiguió. El joven salió a correr y se perdió en medio de esas calles regulares y tranquilas, rodeado del tráfico que se posa como una fotografía de la rutina. Él corrió, superó en fuerza y velocidad al policía, y en ese enfrentamiento lo superó con creces. Pero el día no estaba para convertirse en el retrato patético de un fofo agente de la policía.

Ante su impotencia, utilizó toda su capacidad mental para fraguar un plan repentino. Detuvo un taxi y atrapado en un cliché hollywoodense, le pidió al conductor seguir a ese pelado flacucho, que se le escapaba en el retrato estéril de las calles de mi barrio. Lo alcanzó, se bajó del carro y sacó su revolver. Ninguno de los que habitamos este lugar pudimos escucharlo o ayudarlo; nuestras vidas pasaron con indiferencia sus miradas ante el último suspiro de este duelo. La pólvora salió disparada, y un joven de 18 años, estudiante de contaduría de la Universidad Nacional se desplomó en el piso, donde muchos de nosotros damos los primeros pasos para ir por nuestras vidas, en estas calles que lo callan todo; en estos lugares que estructuran nuestra rutina.

Hoy llegaba a casa del trabajo. El tráfico estaba mucho más lento que de costumbre. La policía acompañaba a unos jóvenes que frenaron los deseos de muchos para llegar temprano a sus casas, aquellos que desde los vehículos maldecían e insultaban a un grupo de personas que lloraban a alguien que podría ser hijo, hermano o sobrino de los afanados que no son capaces de sacrificar unos minutos de su apreciada droga rutinaria.

Improvisaron un altar cerca de la entrada del sistema. Cantaron arengas contra el Estado, contra la policía, contra la indiferencia, contra la crueldad de la vida, que muchos no alcanzamos a entender. ¿Y nosotros que pensábamos en ese momento? Nuestras vidas son un murmullo ante el incansable sonido del tráfico, las crudas cifras económicas de sostenibilidad de la ciudad y el corrupto sistema judicial. Ojalá los culpables paguen y que la memoria de Andrés Camilo Ortiz no se pierda en este laberinto de concreto. Ojalá la justicia entienda que una vida humana vale más que 2.300 pesos. Algún día nuestra Colombia dejará de ser tan cruel.

 En ese momento me agobió la tristeza al pensar que aquel podría ser mi hermano o mi amigo de la infancia. Suspiré y aplaudí a los congregantes, mientras que descubría la fragilidad de la rutina y la cotidianidad, en estos lugares como mi barrio donde todo pasa frente a nuestros ojos, pero caminamos como asnos, quejándonos de todo y criticando a todo el mundo porque, al parecer, en nuestro barrio nunca pasa nada.


Posdata: Pueden ver algunas manifestaciones en redes sociales sobre la congregación del 21 de junio de 2018.


domingo, 16 de julio de 2017

Un día de septiembre

Bogotá, un día cualquiera


Diez de la mañana. La bruma de los días de septiembre ennegrece esta ciudad y los rostros se carcomen gracias a las sombras de los ojos. Escucho muchas cosas mientras voy a mi trabajo, como todos los días. Las mismas estupideces le pasan a todo el mundo por igual. Y los actores en escena siempre son los mismos: las señoras regordetas que caminan como burros resentidos por las calles de esta ciudad, mientras en cada relincho se quejan de cualquier cosa; los hombres que parecen destrozados y los jóvenes que aún cargan un alma sin desilusión alguna. Pero de todo el panorama no hay nada que me parezca más bello de estos días de septiembre que los rostros de las mujeres.

Las mujeres me gustan mucho. Paradójicamente, ocurrió todo lo contrario a lo que pensé cuando tenía veinte años; cada vez me gustan más. Me gustan esas sonrisas, imaginar cómo se desvanece la espalda en una fina línea delgada para convertirse en la cadera. Imagino el movimiento de los culos y sentir como la piel erizada responde al camino que marcan mis manos. Amo esa sensación. Esa pervertida sensación de mirar a las mujeres en el bus, creer que se acercarán a mi oído y entre suspiros liberarán cada pensamiento que se ha tomado sus neuronas. También pienso en sus rostros, los olores y las manos.

Nada es más importante que las manos de una mujer, unas manos delgadas que puedan tocar las telas más finas sin hacer ningún daño. Unas manos que te abran la puerta a todo el cuerpo. A la eternidad. Porque una mujer es el reflejo del infinito. Y yo caigo, estúpido e indefenso. Quiero ser un perro guardián, o un juguete, un ente que mira y que pide aprobación. Quiero que esas manos me destrocen, me lastimen y me curen, quiero que me acaricien, que pasen por todo mi cuerpo, quiero sentir el infinito y la sensación de ingravidez que produce una mujer con una caricia. Y quiero morir gracias a su veneno, quiero que me maten y me entierren. Me imagino todo eso, mientras la vida pasa caóticamente aburrida, y la horrible sensación de vacío se toma mis días.

Hace más de una semana que no hablo con mi mujer. Aunque no sé por qué la llamo mi mujer, ahora es toda una desconocida. Pero hoy siento este recuerdo diferente, nunca habíamos dejado de escribirnos tanto tiempo después del divorcio. Me siento raro. El cuello de la camisa me pica y siento que me he vestido mal esta mañana. Creo que la extraño, como si me hiciera falta su compañía en la casa. Pero ella quería algo diferente, me formó una idea del mundo y luego se largó. Incluso se llevó a la niña. Hace más de un año que no la veo. Creo que ya está en edad de ser como cualquiera de estas mujeres que observo cuando voy al trabajo. Pero ya llevo mucho tiempo sin hablar con las dos; el silencio es peligroso cuando se acumula en cantidades exageradas. No quiero dejar a mi exmujer, aunque la deteste.

Así son las cosas, esto le puede pasar a cualquiera y el único remedio que me queda es intentar levantarme de esa mierda. La timidez y la rutina me atrapan, y yo solo puedo mirar mujeres en los buses e imaginar una vida distinta, o tener una idea pervertida. No lo sé, es una especie de remedio, nunca imaginé que la vida pudiese llegar a ser tan aburrida. Once de la mañana, el pito del bus anuncia que las puertas están abiertas. Mi trabajo me espera, un nuevo inicio. Pero no puedo dejar de preguntarme ¿será que es el día el que comienza o es la vida que termina?