jueves, 25 de septiembre de 2014

El símbolo del toro desangrado


La corrida de toros es la práctica cultural que más escandaliza a  la sociedad occidental, la cual no está acostumbrada  a ver la muerte de un animal, especialmente, si se enseña en un ritual de tragedia. Esto provoca un sentimiento de compasión y empatía con la bestia que sufre en una batalla que algunos catalogan de injusta y otros de heroica.
El animal se enfrenta durante treinta minutos a diferentes tipos de contrincantes que luchan con él, hasta que llega el turno del matador, el encargado de terminar con la batalla del toro. Este hombre debe clavar su espada de tal forma que el juez de la contienda decida si la ejecución fue perfecta o no; al hacer esto levanta uno o dos pañuelos blancos que dan prueba de su veredicto. Si la actuación del matador fue ideal este reclama su premio cortando las orejas y la cabeza del toro asesinado; todo depende de lo que determine el clamor popular y la palabra del juez.
Este es un resumen muy corto de lo que se puede ver en una corrida de toros, lo sé. Pero esto puede ser consultado en otros artículos especializados y que explican a detalle toda la reunión simbólica que se muestra en las corridas.
Tauromaquia de Picasso
Un  libro que recomiendo para ampliar el entendimiento sobre las corridas de toros, es “Fiesta” de Ernest Hemingway. En este título el autor analiza los diferentes aspectos de la corrida de toros desde una perspectiva analítica, alejándose de la emotividad propia de los animalistas y los anti-taurinos radicales.
Este artículo se centra en el análisis de los discursos que genera esta práctica cultural de más de 900 años, la cual nació en el continente Europeo y que se ha expandido y mutado en varias partes de Latinoamérica, exhibiéndose en países como Ecuador, Perú, Colombia, México y siendo reinterpretada y transformada en fiestas completamente diferentes a las raíces de la práctica de lidiar toros. El ejemplo más claro es el Toreo de la Vincha en Argentina, más exactamente en la provincia de Jujuy.
Todas y cada una de las prácticas taurinas dichas previamente, a excepción del Toreo de la Vincha, se caracterizan por quitarle la vida al toro para crear un carnaval de la muerte, plasmando en la arena un espectáculo que se basa en la tragedia de su héroe; el toro.
Los argumentos principales de la comunidad anti-taurina se centran, precisamente, en el símbolo del toro desangrado. Es la amplificación del clímax la que se lleva al escenario del debate. Es decir, se juzga a la práctica desde la superficie para crear un discurso de censura, el cual termina contradiciendo diferentes derechos que van desde la libertad de expresión hasta la autodeterminación de los pueblos (No desde una medida de auto gobernabilidad e independencia de la existencia étnica de un grupo, sino en la apropiación y exhibición de las prácticas culturales de los mismos) y el artículo séptimo de la constitución política de Colombia: El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana.
El problema surge en los métodos argumentativos utilizados, debido a que estos mismos podrían convertirse en una lanza de doble filo que se expondría en otras dinámicas y prácticas sociales y artísticas. He visto que en la web (e incluso en la academia) se muestran y se exhiben argumentos como “¿Qué valores se le están enseñando a los niños con esta llamada fiesta brava?”, “No es cultura porque se basa en la tortura”, “El arte no es tortura”. 
Vistas en otras dinámicas y aplicadas a otro tipo de contextos, estos son los mismos argumentos moralistas utilizados por grupos fundamentalistas religiosos para eliminar expresiones como el rock, el punk, las manifestaciones de la comunidad LGBTI, la pornografía, el cine experimental o más recientemente, la exposición “Mujeres Ocultas”. No está de más recordar que perdió la batalla contra la censura a manos de un grupo católico radical.
Otro punto erróneo se da en la falacia que proclama “El arte no es tortura”.  Una de las máximas aproximaciones que se da en las dinámicas artísticas a la realidad psicológica y emotiva del ser humano se presenta en la tragedia; la cual nos muestra constantemente la tortura  de un héroe a manos de diferentes aspectos puestos por el autor, los cuales terminan ejecutando su tragedia, creando un espectáculo sublime que reflexiona sobre varios de los grandes aspectos de la existencia humana: la vida, la muerte, el sufrimiento, la soledad y la locura.
Tauromaquia Número 2 de Juan Antonio Roda
Es precisamente acá dónde juega la tortura en el arte. Querer desterrarla de dicho escenario, generaría un elemento de censura en varias de las prácticas artísticas que hacen partícipe y culpable al espectador que coloca sus ojos voyeristas en la obra que el artista propone, desde una formación semántica.
Pero en los discursos de censura, cada quien determina y redefine los tópicos a su propia conveniencia, para hacer pasar un punto de vista como Verdad Absoluta. Una falacia bastante peligrosa en el campo político.
Las generaciones actuales nos hemos criado con diferentes muestras artísticas que niegan la muerte y la tragedia, exponiendo constantemente un final feliz en cada una de sus aventuras. 100 años criados bajo la consigna de la felicidad “disneyana” ha transformado el discurso de estas generaciones con respecto  al sufrimiento, el cual busca borrarlo de los escenarios públicos y artísticos. Es ahí donde la emotividad de la corrida de toros se acrecienta en una sociedad  que prefiere ignorar el símbolo del toro desangrado por todo aquello que esconde su significado; entre ellos que para el heroísmo se necesita la muerte y que la vida misma debe nutrirse de la desgracia.
Un paralelo generacional nos puede enseñar cómo dicho cambio en la perspectiva se ha presentado con el paso de las décadas. Es ahí cuando el discurso la Generación del 27 y la Generación perdida o Generación de fuego se vuelve tan interesante en el análisis del debate. Lo que caracterizaba a estos dos grupos de personas era un pesimismo general ocasionado por la primera y la segunda guerra mundial, además de la guerra civil española. Todo esto generó un desencanto en una sociedad rodeada por completo ante el sufrimiento y las atrocidades de los hombres. Esta pérdida de la cordura desencadenó un discurso más crudo y realista sobre la vida, la muerte y el sufrimiento.  
Esta perspectiva es la que se ha visto modificada con el paso de los años, generando un cambio en las prácticas discursivas de la juventud contemporánea. El cambio de una retina cultural creó una ruptura simbólica en la corrida de toros; convirtiendo una fiesta popular muy presente en la tradición de las provincias nacionales colombianas, para ser un espectáculo de la supuesta oligarquía y la burguesía. Esto no es más que la manipulación política que han sufrido las prácticas culturales y artísticas en el transcurso de los últimos años.
Saliéndonos de las banderas políticas que rodean a este debate, debemos pensar en los caminos por los cuáles se están generando todos estos movimientos sociales en el país, y cuáles son los motivos de prohibición existentes en ese discurso anti-taurino. Para esto debo hacer un paréntesis culinario y cultural para expresar la relación del colombiano con el cuerpo y la muerte animal.
 Colombia es uno de los mayores productores de carne de res en América Latina, dónde el consumo per capita ha aumentado 53% en los últimos 10 años. Es decir que una persona en el año de 1993 consumía al año 11 kilos de carne de res, mientras que en el año 2013 pasó a consumir 16 kilos.
Culinariamente, el país está ligado a una tradición que explora y explota cada una de las partes de los animales comidos, exhibiendo los cadáveres públicamente en varios platillos. Cada sábado, a eso de las 3 de tarde, en una de las muchas lechonerías de la ciudad, descansan a ojos de todo el público tres cabezas de cerdo que dan fe de una buena tarde de negocios. Tradicionalmente, las familias santafereñas se deleitaban con los rostros divinos puestos en sus mesas, que no son más que la cabeza de un cordero sazonado en grasas de gallina, cervezas negras y otras especias. Y no hablar de los piquetes de gallina en los cuales se engullen hasta los ovarios del ave, explorando por todo su sistema digestivo. Además, existen otras reuniones sociales en las que se celebra la muerte de un animal que será comido a la media noche, un ejemplo claro son las marranadas de fin de año del departamento antioqueño y sus alrededores.
Todo esto viene a mostrar la construcción y la tradición culinaria de la sociedad colombiana con la muerte de los animales, y cómo sus cadáveres son expuestos como motivo de lujo en cada uno de sus platos. En una nación así y haciendo parte de dichas prácticas culturales hablar de derechos de los animales es una completa contradicción.
El fin de este análisis de la situación es presentar diferentes caminos para la construcción de un Estado pluralista e incluyente, en el cual se puedan presentar debates sensibles en los que se pueda dimensionar cuales son los métodos (y sus alcances) por los cuales se accede a prohibir o censurar una práctica cultural. Dejando la pregunta al aire de la opinión pública sobre si las corridas de toros deben o no presentarse en la capital de la república, pienso que dicha práctica con el correr de los siglos ha perdido las líneas que la ataban a su mito fundacional; lo cual ha generado que comience a percibirse desde el caos y la barbarie. Dicha forma de ver la existencia de algo termina convirtiéndose en el clásico ejemplo del pensamiento Civilización/Barbarie.
Por más que una causa pueda parecer noble, siempre deben revaluarse los caminos por los cuales corren dichos argumentos para alcanzar las metas de esa causa. Nunca se debe permitir que el fin haga valederos los medios, porque estos mismos medios podrían ser los responsables de futuras atrocidades en la realidad nacional.
Las ideas democráticas y progresistas deberían defender un debate más argumental y menos emotivo, para que se puedan analizar las raíces del símbolo del toro desangrado, conocerlas y entenderlas. Este conocimiento y esta aceptación, con el paso de las décadas, nos permitirán desarraigar de la realidad cultural dicha práctica; basando dicho discurso en un ejercicio de la autonomía de los pueblos y no desde un ejercicio de prohibición del Estado.