martes, 6 de noviembre de 2018

El final de la jornada






En el salón vacío se sienta en la última silla y contempla el fin de otro día. De nuevo recae sobre sí la sensación más grande de soledad que le puede dar la vida, intenta ignorarla.Pone música en su computador y busca concentrarse en otras cosas, en otros momentos de su vida.

Cierra los ojos y a su mente llegan chispazos de su pelo, de sus manos y de sus ojos. Si se deja ahogar por un suspiro, vuelve a sentir como su piel pasea por sus dedos. Juguetea con el recuerdo que intenta olvidar pero que no puede dejar de lado. Se siente como en una colina de nubes púrpura; está completamente drogado, solo y lleno de trabajo. La sangre que le pasea por las venas corre con torpeza. Intenta respirar, pero el corazón sale a toda marcha de su pecho. “que se evapore la realidad, hoy me siento poderoso para afrontar esta mierda”, se grita a sí mismo, mientras le disimula al mundo un perfil de hombre cuerdo.

Algo dentro de su cuerpo grita, está desesperado y quiere escapar. El trabajo no da tregua, debe controlar la locura, debe mantenerse cuerdo, ser un niño bueno, alguien que sea digno de tener la madre y la esposa que lo reciben todas las noches, sintiendo ese  grillete llamado cariño, eso que nos mantiene cuerdos.

Escupe y siente cómo se adormece su lengua. El sabor amargo de la cocaína en la garganta. Su espalda vibra y sus músculos responden a otro ritmo, algo más allá que esa puta oficina donde adormece su culo todos los días. Nada cambiará. Una lágrima se escapa de sus ojos. Bonita corbata y lindos zapatos. El reloj reluce en una oficina vacía.

Un pase más, para concentrarse. La cocaína viaja y la felicidad se siente como comezón en la punta de la nariz. Ya pronto acabará con ese informe mediocre. Doscientas hojas manchadas con palabras de porquería para que un gordo malcriado y burgués se lleve el crédito, sin tener que pasar noches eternas y largas de trabajo, sin tener que atragantarse largas jornadas de sinsentido perdidas en frases que no saldrán de su cabeza. "Felicitaciones por tu basura, gordo de mierda", se dice mientras sus dedos teclean sin cansancio.

Solo quiere terminar. Dejar pasar un viernes más. Sentir la comezón y el asco, sentado en un montón de sillas carcomidas por el polvo, los flujos vaginales, la sangre y el semen de los desgraciados que estuvieron antes que él en ese lugar. Ya no le importa su esposa, su amante o su madre; ya no le importa nadie, más que ese informe mediocre.

Faltan dos párrafos. Solo quedan unas frases. Se arranca las palabras de algún rincón del cerebro. En el computador suena música descerebrada, quiere cantar, pero le da pena con la pulcra oficina vacía. Escupe otra vez, se salpica los zapatos. Queda una frase. Sujeto, verbo, predicado. Complemento directo, adjetivo, el subjuntivo o el condicional. Concluir el informe y el corazón viaja más rápido que cada uno de los días de mierda que ha vivido en los últimos años. “Que se pudra ese hijueputa”; una frase pura, sin falsificaciones. Punto final y las babas saltan de su boca. No puede hablar y cae al piso. Linda corbata salpicada de vómito, zapatos con sangre y un cuerpo que serpentea en el suelo de una oficina vacía.

jueves, 21 de junio de 2018

La crueldad rutinaria, el crimen de Andrés Camilo Ortiz


Dedicado a Andrés Camilo Ortiz y todos aquellos que han sufrido la brutalidad policial

"Y murió a contramano, entorpeciendo el tránsito" Chico Buarque

En mi barrio nunca pasa nada. Pareciera que el tiempo transcurre en un ir y venir de buses, carros y luces. Es un lugar callado, adormecido por el sonido de las llantas que corren el pavimento a una velocidad tortuga. Las tiendas abren a la misma hora, los rostros mutan y envejecen con el paso del tiempo. Todo es tan común, tan cotidiano y tan somnoliento.

Pero siempre existen eventos que destrozan ese manto. Hace un par de días un policía mató a un hombre de 18 años por intentar entrar al sistema de transporte de la ciudad. El agente se percató del acto y lo persiguió. El joven salió a correr y se perdió en medio de esas calles regulares y tranquilas, rodeado del tráfico que se posa como una fotografía de la rutina. Él corrió, superó en fuerza y velocidad al policía, y en ese enfrentamiento lo superó con creces. Pero el día no estaba para convertirse en el retrato patético de un fofo agente de la policía.

Ante su impotencia, utilizó toda su capacidad mental para fraguar un plan repentino. Detuvo un taxi y atrapado en un cliché hollywoodense, le pidió al conductor seguir a ese pelado flacucho, que se le escapaba en el retrato estéril de las calles de mi barrio. Lo alcanzó, se bajó del carro y sacó su revolver. Ninguno de los que habitamos este lugar pudimos escucharlo o ayudarlo; nuestras vidas pasaron con indiferencia sus miradas ante el último suspiro de este duelo. La pólvora salió disparada, y un joven de 18 años, estudiante de contaduría de la Universidad Nacional se desplomó en el piso, donde muchos de nosotros damos los primeros pasos para ir por nuestras vidas, en estas calles que lo callan todo; en estos lugares que estructuran nuestra rutina.

Hoy llegaba a casa del trabajo. El tráfico estaba mucho más lento que de costumbre. La policía acompañaba a unos jóvenes que frenaron los deseos de muchos para llegar temprano a sus casas, aquellos que desde los vehículos maldecían e insultaban a un grupo de personas que lloraban a alguien que podría ser hijo, hermano o sobrino de los afanados que no son capaces de sacrificar unos minutos de su apreciada droga rutinaria.

Improvisaron un altar cerca de la entrada del sistema. Cantaron arengas contra el Estado, contra la policía, contra la indiferencia, contra la crueldad de la vida, que muchos no alcanzamos a entender. ¿Y nosotros que pensábamos en ese momento? Nuestras vidas son un murmullo ante el incansable sonido del tráfico, las crudas cifras económicas de sostenibilidad de la ciudad y el corrupto sistema judicial. Ojalá los culpables paguen y que la memoria de Andrés Camilo Ortiz no se pierda en este laberinto de concreto. Ojalá la justicia entienda que una vida humana vale más que 2.300 pesos. Algún día nuestra Colombia dejará de ser tan cruel.

 En ese momento me agobió la tristeza al pensar que aquel podría ser mi hermano o mi amigo de la infancia. Suspiré y aplaudí a los congregantes, mientras que descubría la fragilidad de la rutina y la cotidianidad, en estos lugares como mi barrio donde todo pasa frente a nuestros ojos, pero caminamos como asnos, quejándonos de todo y criticando a todo el mundo porque, al parecer, en nuestro barrio nunca pasa nada.


Posdata: Pueden ver algunas manifestaciones en redes sociales sobre la congregación del 21 de junio de 2018.