domingo, 16 de julio de 2017

Un día de septiembre

Bogotá, un día cualquiera


Diez de la mañana. La bruma de los días de septiembre ennegrece esta ciudad y los rostros se carcomen gracias a las sombras de los ojos. Escucho muchas cosas mientras voy a mi trabajo, como todos los días. Las mismas estupideces le pasan a todo el mundo por igual. Y los actores en escena siempre son los mismos: las señoras regordetas que caminan como burros resentidos por las calles de esta ciudad, mientras en cada relincho se quejan de cualquier cosa; los hombres que parecen destrozados y los jóvenes que aún cargan un alma sin desilusión alguna. Pero de todo el panorama no hay nada que me parezca más bello de estos días de septiembre que los rostros de las mujeres.

Las mujeres me gustan mucho. Paradójicamente, ocurrió todo lo contrario a lo que pensé cuando tenía veinte años; cada vez me gustan más. Me gustan esas sonrisas, imaginar cómo se desvanece la espalda en una fina línea delgada para convertirse en la cadera. Imagino el movimiento de los culos y sentir como la piel erizada responde al camino que marcan mis manos. Amo esa sensación. Esa pervertida sensación de mirar a las mujeres en el bus, creer que se acercarán a mi oído y entre suspiros liberarán cada pensamiento que se ha tomado sus neuronas. También pienso en sus rostros, los olores y las manos.

Nada es más importante que las manos de una mujer, unas manos delgadas que puedan tocar las telas más finas sin hacer ningún daño. Unas manos que te abran la puerta a todo el cuerpo. A la eternidad. Porque una mujer es el reflejo del infinito. Y yo caigo, estúpido e indefenso. Quiero ser un perro guardián, o un juguete, un ente que mira y que pide aprobación. Quiero que esas manos me destrocen, me lastimen y me curen, quiero que me acaricien, que pasen por todo mi cuerpo, quiero sentir el infinito y la sensación de ingravidez que produce una mujer con una caricia. Y quiero morir gracias a su veneno, quiero que me maten y me entierren. Me imagino todo eso, mientras la vida pasa caóticamente aburrida, y la horrible sensación de vacío se toma mis días.

Hace más de una semana que no hablo con mi mujer. Aunque no sé por qué la llamo mi mujer, ahora es toda una desconocida. Pero hoy siento este recuerdo diferente, nunca habíamos dejado de escribirnos tanto tiempo después del divorcio. Me siento raro. El cuello de la camisa me pica y siento que me he vestido mal esta mañana. Creo que la extraño, como si me hiciera falta su compañía en la casa. Pero ella quería algo diferente, me formó una idea del mundo y luego se largó. Incluso se llevó a la niña. Hace más de un año que no la veo. Creo que ya está en edad de ser como cualquiera de estas mujeres que observo cuando voy al trabajo. Pero ya llevo mucho tiempo sin hablar con las dos; el silencio es peligroso cuando se acumula en cantidades exageradas. No quiero dejar a mi exmujer, aunque la deteste.

Así son las cosas, esto le puede pasar a cualquiera y el único remedio que me queda es intentar levantarme de esa mierda. La timidez y la rutina me atrapan, y yo solo puedo mirar mujeres en los buses e imaginar una vida distinta, o tener una idea pervertida. No lo sé, es una especie de remedio, nunca imaginé que la vida pudiese llegar a ser tan aburrida. Once de la mañana, el pito del bus anuncia que las puertas están abiertas. Mi trabajo me espera, un nuevo inicio. Pero no puedo dejar de preguntarme ¿será que es el día el que comienza o es la vida que termina?  


jueves, 23 de marzo de 2017

Coexistencia



Dos pedazos de un árbol que se atreven a mirarse en medio del pasto. Los pájaros que vuelan en un cielo despejado. El camino de la brisa que se marca en un terreno olvidado por los hombres. Las piedras esconden lombrices. La tierra resguarda cigarras, tijeretas y caracoles. Las flores se dejan devorar de parásitos e insectos. Los sonidos son calmos. El ruido no existe, salvo los alaridos de animales sufriendo el proceso de la muerte. Algunos caen. La marca del desespero deforma su semblante. Los cadáveres putrefactos son olvidados, mientras la vida sigue. De los vientres regordetes salen seres nuevos para succionar las tetas de alguna madre que con desgracia verá la deformidad de su cuerpo. Peleas. Sangre. Vómito. Mierda. Vida, nada más que eso. El viento pasa y los pájaros hablan con las corrientes de aire. El cielo despejado se parece al mar más desolador y todos los seres vivos que lo contemplan se sienten náufragos. Todos estamos abandonados a nuestra suerte. Nada tiene sentido. La vida se reduce a la quietud. Y todo perecerá, excepto el paso del viento y esos dos pedazos de un árbol absorbidos por el pasto en un lugar olvidado por el hombre.

viernes, 6 de enero de 2017

El heroísmo de la debilidad

Fotograma de la adaptación cinematografía de "Muerte en Venecia" dirigida por  Luchino Visconti 


Cada desgracia y cada sentimiento que pertenecen a la vida de las personas forjan nuestro camino hacia la nada. El anonimato es el fin último de la existencia; y de esa forma aquella persona que piense en su propia conciencia reconocerá su insignificancia. La fragilidad del mundo, el caos, la peste y el conocimiento pleno de perder lo único que da sentido a tu vida sobrepasa cualquier logro, cualquier delirio de grandeza. Porque el hombre que reconoce sus debilidades se entrega, con encarecida furia e inocencia, a aquel objeto que considere sacro. que vea más allá de sí mismo.


El final de La muerte en Venecia está cargado de una cantidad de detalles que como lector me han producido ciertas inquietudes. Más allá de un relato onírico e intelectual de un hombre que describe a un niño, vemos una relación mitológica entre un humano alabando a su divinidad. Tal es la devoción del personaje principal que prefiere morir, antes de tener que vivir sin la sacra presencia de su sujeto idealizado. “Y un sentimiento paternal, el sentimiento del que se sacrifica en espíritu al culto de lo bello, por aquello que posee belleza, llenaba y conmovía su corazón”. Las personas se dejan dominar por sus propias idealizaciones hasta caer en locura.


Un hombre camina por la playa, se sienta y mira como la imagen de la perfección se detiene a mirarlo. De repente, los ojos del narrador se posan sobre el observado, quien contempla la muerte de su vigilante. El caos de una ciudad a punto de derrumbarse es el marco perfecto para retratar una obra inconclusa. Al final, cae en la playa y desaparece. Mann, como los grandes poetas, logra explorar los confines de las emociones humanas hasta encontrar sus límites en los juicios de la moralidad; en sus propios temores. Incluso, nos plantea la relación codependiente entre locura y moral, directamente nos pregunta sobre “la decisión moral, más allá de todo saber, de todo conocimiento disolvente y apático, ¿no significa al mismo tiempo una simplificación moral del mundo y del alma, y, por consiguiente, una propensión al mal, a lo prohibido, a lo moralmente prohibido?” La moralidad del ser humano como causante de sus propias debilidades.  


La contraposición entre belleza y locura; conocimiento e inocencia; vejez y juventud, logran retratar a un hombre presa de su rutina. Hoy, cuando pienso en lo que acabo de leer, no deja de atormentarme la idea del hombre débil que deja de existir en un momento tan efímero y repentino como la muerte de cualquiera. Perdiéndose, junto con su propia conciencia, todos los miedos y las angustias que lo definieron como humano.

¿Un héroe, un cobarde o un enfermo? Eso depende de quien juzgue a los personajes, eso depende del nuevo observador que mire el ángulo de esta historia desde la zona que considere más conveniente; desde su propia decisión moral. Para mí, este retrato de la debilidad del ser humano, es suficiente para convencerme de lo cruel que puede ser la conciencia de la mera existencia; como el conocimiento marca el camino hacia la nada, pero al fin y al cabo, el autor declara a “la nada” como una forma de la perfección (o tal vez la única). Entonces somos seres débiles en constante lucha, intentando vencer nuestros temores, intentando entender el final de nuestro propio camino “(...) Considerando estos aspectos y otros semejantes , uno llega a dudar de que haya otro heroísmo que el heroísmo de la debilidad. Y, en todo caso, ¿qué especie de heroísmo podría ser más de nuestro tiempo que éste?”.