Bogotá, un día cualquiera |
Diez de la mañana. La bruma de los días de septiembre ennegrece esta ciudad y los rostros se carcomen gracias a las sombras de los ojos. Escucho muchas cosas mientras voy a mi trabajo, como todos los días. Las mismas estupideces le pasan a todo el mundo por igual. Y los actores en escena siempre son los mismos: las señoras regordetas que caminan como burros resentidos por las calles de esta ciudad, mientras en cada relincho se quejan de cualquier cosa; los hombres que parecen destrozados y los jóvenes que aún cargan un alma sin desilusión alguna. Pero de todo el panorama no hay nada que me parezca más bello de estos días de septiembre que los rostros de las mujeres.
Las mujeres me gustan
mucho. Paradójicamente, ocurrió todo lo contrario a lo que pensé cuando tenía
veinte años; cada vez me gustan más. Me gustan esas sonrisas, imaginar cómo se
desvanece la espalda en una fina línea delgada para convertirse en la cadera.
Imagino el movimiento de los culos y sentir como la piel erizada responde al
camino que marcan mis manos. Amo esa sensación. Esa pervertida sensación de
mirar a las mujeres en el bus, creer que se acercarán a mi oído y entre
suspiros liberarán cada pensamiento que se ha tomado sus neuronas. También
pienso en sus rostros, los olores y las manos.
Nada es más importante
que las manos de una mujer, unas manos delgadas que puedan tocar las telas más
finas sin hacer ningún daño. Unas manos que te abran la puerta a todo el
cuerpo. A la eternidad. Porque una mujer es el reflejo del infinito. Y yo
caigo, estúpido e indefenso. Quiero ser un perro guardián, o un juguete, un
ente que mira y que pide aprobación. Quiero que esas manos me destrocen, me
lastimen y me curen, quiero que me acaricien, que pasen por todo mi cuerpo,
quiero sentir el infinito y la sensación de ingravidez que produce una mujer
con una caricia. Y quiero morir gracias a su veneno, quiero que me maten y me
entierren. Me imagino todo eso, mientras la vida pasa caóticamente aburrida, y
la horrible sensación de vacío se toma mis días.
Hace más de una semana
que no hablo con mi mujer. Aunque no sé por qué la llamo mi mujer, ahora es
toda una desconocida. Pero hoy siento este recuerdo diferente, nunca habíamos
dejado de escribirnos tanto tiempo después del divorcio. Me siento raro. El
cuello de la camisa me pica y siento que me he vestido mal esta mañana. Creo
que la extraño, como si me hiciera falta su compañía en la casa. Pero ella
quería algo diferente, me formó una idea del mundo y luego se largó. Incluso se
llevó a la niña. Hace más de un año que no la veo. Creo que ya está en edad de
ser como cualquiera de estas mujeres que observo cuando voy al trabajo. Pero ya
llevo mucho tiempo sin hablar con las dos; el silencio es peligroso cuando se
acumula en cantidades exageradas. No quiero dejar a mi exmujer, aunque la
deteste.
Así son las cosas, esto
le puede pasar a cualquiera y el único remedio que me queda es intentar
levantarme de esa mierda. La timidez y la rutina me atrapan, y yo solo puedo
mirar mujeres en los buses e imaginar una vida distinta, o tener una idea
pervertida. No lo sé, es una especie de remedio, nunca imaginé que la vida
pudiese llegar a ser tan aburrida. Once de la mañana, el pito del bus anuncia
que las puertas están abiertas. Mi trabajo me espera, un nuevo inicio. Pero no
puedo dejar de preguntarme ¿será que es el día el que comienza o es la vida que
termina?