jueves, 21 de junio de 2018

La crueldad rutinaria, el crimen de Andrés Camilo Ortiz


Dedicado a Andrés Camilo Ortiz y todos aquellos que han sufrido la brutalidad policial

"Y murió a contramano, entorpeciendo el tránsito" Chico Buarque

En mi barrio nunca pasa nada. Pareciera que el tiempo transcurre en un ir y venir de buses, carros y luces. Es un lugar callado, adormecido por el sonido de las llantas que corren el pavimento a una velocidad tortuga. Las tiendas abren a la misma hora, los rostros mutan y envejecen con el paso del tiempo. Todo es tan común, tan cotidiano y tan somnoliento.

Pero siempre existen eventos que destrozan ese manto. Hace un par de días un policía mató a un hombre de 18 años por intentar entrar al sistema de transporte de la ciudad. El agente se percató del acto y lo persiguió. El joven salió a correr y se perdió en medio de esas calles regulares y tranquilas, rodeado del tráfico que se posa como una fotografía de la rutina. Él corrió, superó en fuerza y velocidad al policía, y en ese enfrentamiento lo superó con creces. Pero el día no estaba para convertirse en el retrato patético de un fofo agente de la policía.

Ante su impotencia, utilizó toda su capacidad mental para fraguar un plan repentino. Detuvo un taxi y atrapado en un cliché hollywoodense, le pidió al conductor seguir a ese pelado flacucho, que se le escapaba en el retrato estéril de las calles de mi barrio. Lo alcanzó, se bajó del carro y sacó su revolver. Ninguno de los que habitamos este lugar pudimos escucharlo o ayudarlo; nuestras vidas pasaron con indiferencia sus miradas ante el último suspiro de este duelo. La pólvora salió disparada, y un joven de 18 años, estudiante de contaduría de la Universidad Nacional se desplomó en el piso, donde muchos de nosotros damos los primeros pasos para ir por nuestras vidas, en estas calles que lo callan todo; en estos lugares que estructuran nuestra rutina.

Hoy llegaba a casa del trabajo. El tráfico estaba mucho más lento que de costumbre. La policía acompañaba a unos jóvenes que frenaron los deseos de muchos para llegar temprano a sus casas, aquellos que desde los vehículos maldecían e insultaban a un grupo de personas que lloraban a alguien que podría ser hijo, hermano o sobrino de los afanados que no son capaces de sacrificar unos minutos de su apreciada droga rutinaria.

Improvisaron un altar cerca de la entrada del sistema. Cantaron arengas contra el Estado, contra la policía, contra la indiferencia, contra la crueldad de la vida, que muchos no alcanzamos a entender. ¿Y nosotros que pensábamos en ese momento? Nuestras vidas son un murmullo ante el incansable sonido del tráfico, las crudas cifras económicas de sostenibilidad de la ciudad y el corrupto sistema judicial. Ojalá los culpables paguen y que la memoria de Andrés Camilo Ortiz no se pierda en este laberinto de concreto. Ojalá la justicia entienda que una vida humana vale más que 2.300 pesos. Algún día nuestra Colombia dejará de ser tan cruel.

 En ese momento me agobió la tristeza al pensar que aquel podría ser mi hermano o mi amigo de la infancia. Suspiré y aplaudí a los congregantes, mientras que descubría la fragilidad de la rutina y la cotidianidad, en estos lugares como mi barrio donde todo pasa frente a nuestros ojos, pero caminamos como asnos, quejándonos de todo y criticando a todo el mundo porque, al parecer, en nuestro barrio nunca pasa nada.


Posdata: Pueden ver algunas manifestaciones en redes sociales sobre la congregación del 21 de junio de 2018.


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