Siempre quiero ser otro. Este tema de la identidad es un laberinto, constante es la búsqueda por ese pedazo que nos falta en el corazón, parecemos ratas que anhelan una salida a una situación que nos abruma. Creen que van por comida o placer, pero el eje de la búsqueda es complementar ese pedazo que tenemos extraviado en el pecho. La vida, simplemente, es así. Caminamos en tantos sentidos de un mapa que casi no entendemos. Imaginar por un rato al niño que fui es un ejercicio interesante, porque me hace sentir inmutable. Aquel que se sentaba a llorar debajo de la cama porque no tenía a nadie con quien hablar, o el que se desquitaba con sus juguetes porque no sabía descargar esa sensación de frustración hasta que se inventaba una historia en la que todos morían de una forma horrible pero heroica, algo así me descargaba. Pienso en eso y medito sobre la ficción, creo que vuelve a ser ese mismo terreno de hace tantos años.
Sin importar si es cine, literatura, teatro o un cuento que alguien me echa en el trabajo, pienso que es mi cuarto, con los afiches de Los Simpsons, Space Jam y Fullmetal Alchemist colgados en las paredes, al lado de los vitrales que pintaba mi hermano mayor y de las artesanías y las cosas que cocinaba mi hermano menor. La ficción es el pequeño instante de soledad en el que me encerraba a leer los cuentos de Chejov con una linterna, debajo de las cobijas, mientras mis hermanos me puteaban por no dormirme temprano. La ficción son las noches en las que me sentaba en el sofá y leía Los Jefes y los Cachorros hasta la medianoche y, cuando todo estaba en silencio, me dejaba abrumar por los pensamientos que solo se pueden escuchar cuando uno se sumerge en la soledad más absoluta.
Miro la ventana de mi casa, más de quince años después y pienso en esto. La ficción sigue siendo una especie de escape confrontativo de la realidad. Yo no quiero ser este, no quiero ser tan simple. Pero, tan pronto voy juntando palabra con palabra, siento mi complejidad y la de cualquier ser humano. Creen que leemos para evadir lo que nos pasa, para imaginarnos en la luna y morir atrapados en un solipsismo que duda de la realidad del otro. Eso es falso. Puede ser la excusa para comprar los libros o para forjarse el ego del lector, el crítico o el escritor, pero el que quiera escapar con la literatura (o, incluso, con el cine, o hasta con el arte) la tiene difícil. Al leer, al ver películas, al escuchar música siempre palpas los contornos del otro, y, al reconocer su existencia, das forma a tu propio ser. Por eso es que el ejercicio real de la lectura y de la escritura es un escenario que, aunque a primera vista parezca escape, se transforma en un evento de confrontación constante.
Al terminar muchas de las cosas que hago no me siento bien. Solo concluyo, sintiéndome peor por lo que ocurrió en ese universo; o dejo pasar un vacío que es incluso más profundo que el generado por una gran fiesta. El viento corre y el mundo vuelve a la quietud más inesperada. La realidad vuelve con los sonidos de los carros y con los pasos de las primeras personas en el mundo.
¿Será que dios se sintió tan solo cuando terminó de crear a la humanidad? Tal vez ese ser hizo todo este espectáculo porque quería ser otro, o, en el peor de los casos, nunca descubrió cuál era su verdadera forma. En su proceso de entendimiento dibujó al otro y se estableció en su propia cárcel. Ahora le aterra lo que pasó, espera y quiere reconocer lo que era antes de todo esto. Pero, al igual que con las historias que escuchamos, tan pronto sientes el silencio de esa noche, o el pequeño espacio de viento entre dos canciones, sabes que tu vida no volverá a ser la misma.
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