miércoles, 4 de septiembre de 2019

Elegía de un paseo



En el disco suena “el miedo, la desconfianza, te han vuelo esclavo. No tendrás liberación… Se nace se vive, se muere, luego nos hacemos parte del todo”, el rapero chileno que canta en aquella reproducción de una canción concluye con la obviedad que a todos asusta “no hay retorno”. Este mundo es un lugar de paso, un camino que se recorre una sola vez y que no lleva a ningún lugar. La simpleza de esas cosas asusta, como un cuarto vacío lleno de sombras.

Jean Moreau en Ascenseur pour l'échafaud


 Los misterios no están en la esclavitud del más allá, la cosa es que todo está presente en un instante. Caminar por esta ciudad es darse cuenta de eso. Gritos que esconden las paredes de los edificios, fantasmas que se ocultan detrás de la piel y seres que caminan atrapados en bucles, dando pasos repetitivos y ejerciendo una acción única que forma lo cotidiano. 

 Todo pasa en un mismo tiempo, la vida fluye como un río partido. Pero todas las aguas al final tienden a ir al mar. Ignorar la alienación propia es el camino para comprar la libertad atrapada en el aliento del trabajador. Nuestra libertad de placebo es la opinión vacua, las palabras que golpean con el cemento y que a nadie le interesa escuchar. La esquizofrenia en la que vivimos parte del acto de la incomunicación, porque todos los actos confluyen en una orgía de la acción y todo se desvanece, desintegrándose de a poco, para no aterrarnos y cuando llega el momento en que somos conscientes de eso llega la ansiedad que nos guía hasta el fondo de los baches. 

 ¿No lo ves? Todos están atrapados en lo mismo. Escucho a ese indigente que en las calles se queja con la botella plástica del bóxer o el pegaucho. El pegamento le succiona las últimas células de sus pulmones y su cerebro es digno ejemplo de la degradación humana. Pero ahí está, en su propio laberinto, quejándose porque no hay placebo de libertad. Pronto llegará el hambre y llorará, comiéndose por un segundo las lágrimas de toda la ciudad, como diría Becket, porque su sentencia aplica para esta generación que va en picada: las lágrimas del mundo son inmutables, por cada ser que empieza a llorar en el mundo, hay otro que deja de hacerlo. 

 Pasan los seres en esta orgía de la concomitancia de las vidas. Otro mirará al suelo desde su oficina, llenará sus venas de más odio y cargará contra sí mismo. Pasan bajo sus pies mil vidas que dependen de él. La sociedad siempre le ha lamido los pies a los falsos ídolos, pero que mejor que un masaje después de traicionar a un santo. Lo miro desde lo suburbano, a toda velocidad, mientras los cristales de sus gafas brillan con la luz blancuzca de su oficina vacía. “hijos de puta, de una y mil putas” se dice para sus adentros, mientras tapa los crímenes que cimientan su fortuna con palabras motivacionales, con el todos podemos, con la cadena del dios que habrá creado todo este armatoste que se desmorona con los días. Porque todo va a desintegrarse, maravillosa podredumbre. 

 Al salir por ciertas calles de esta ciudad se ven a los drogadictos que se esconden bajo la neblina de lo cotidiano. Mascaras o personas, lo mismo son para los griegos, lo mismo somos para todos. Caminan babeando y jadeando mientras tienen un sueño húmedo con el último o el primer viaje que tuvieron; y las manos les tiemblan, los pies zapatean con desenfado mientras se sientan a esperar que pase un día de sobriedad, o de aburrimiento. Matarse de a pocos en una sociedad que te pide ser más que un simple trozo de carne en descomposición parece ser una salida interesante para este teatro. 

 En el cielo de Bogotá, a cierta hora de la noche, las nubes cogen un color azulado lechoso. Y es ahí cuando me pregunto que estaría haciendo una deidad encima de estas nubes, mirando cómo pasa todo esto, como si estuviera sentado en la silla de un Transmilenio. El físico ateo aseguraba que Dios jugaba a los dados para la creación del Universo, la Biblia de occidente lo plantea como un obsesivo aburrido ante esta falta de sentido que da el ocio y en un ánime japonés dicen que se escondió al ver los resultados de su creación. 

Pero yo lo veo distinto, el color lechoso de nuestras vidas, de las nubes y de las luces de oficina nos da una pista. Dios nos creó después de masturbarse, somos su semen que se estrelló con partículas cósmicas en un entero vacío. La fecundación de la vida con polvos de estrellas, embriones que se tejen debajo de sus pies, sin control, mientras él va limpiando para dejarlo todo como al principio, sin nada. Por eso los humanos mueren como cuando las estrellas se apagan en el vacío, lo único que dejan es una mancha. Respira, cierra los ojos y repítelo: no hay retorno.

lunes, 25 de febrero de 2019

Lo que vale la pena

Hoy el mundo siente la colisión de su coexistencia histórica. El miedo se propaga por el aire y la paranoia se toma nuestros días, tanta es la zozobra que la cotidianidad asusta y los pensamientos y las ideas intentan germinar en una época de pánico. Ante esto debo decir que he perdido la ruta. Al norte, la estrella mayor se apagó, y no entiendo muchas peripecias que me han llevado a estos días neutros.

En medio de esta esterilidad tuve la suerte de toparme con la obra poética de Paco Urondo, el esteta, bohemio y revolucionario argentino; ese escritor que murió encerrado, negando la existencia de los barrotes, e impulsado por su amor a la vida, su pasión por sentir el pálpito del corazón. “La vida siempre/ me rodea, va porfiando vivir”.

 Algo de envidia me hace sentir este hombre, que vocifera contra los que nunca cantan, contra los desilusionados y los esperanzados. Urondo era alguien que podía llegar a ver el amor detrás de las sombras, alguien que sentía la extrañeza de la cotidianidad, pero alguien que siempre pudo ver algo más allá de las cosas que muchos ignoramos. Podría atreverme a asegurar que era alguien que podía ver aquello que vale la pena.

“Si me lo permiten, prefiero vivir”, menciona en alguno de sus poemas, es una declaración de guerra a la vida neutra, a la condena de autocercenarse. Es la revolución en un verso, es contemplar la vida más allá del miedo que se siente por sí mismo. Por eso su lucha no es contra la muerte final, es contra la muerte pasajera. “No muere de muerte natural quien se deja matar antes de tiempo. No destruye/ los olvidos ni los tristes amores: muere en manos de su conciencia”.

De allí que la lucha revolucionaria no es por la comodidad, ni por la seducción de las cosas bonitas; la verdadera batalla es por aquello que vale la pena, aquello que creemos nuestro en medio de este ambiente de paranoia. ¿Qué es lo nuestro? No es la patria, la familia, la ideología, la religión o la guerra. Esas son solo deconstrucciones de la realidad que nos vendieron como necesarias. Lo nuestro es algo más allá, algo que se escurre con el paso del tiempo y que poetas como Urondo nos lo recuerdan en unos versos. Lo nuestro es la vida y nada más.

 La vida sin proyecciones de nada, porque el porvenir es una sombra de desconcierto que nos atormenta el presente. Es allí donde se construyen nuestros miedos y nuestras añoranzas del ego. Sobre eso, Urondo escribió en Adolecer III “Puedo abandonar los grandes/ sueños y las pequeñas/ realidades que sobrevolaban esa franja oscura/ de porvenir, que todavía no logra pertenecernos”.

Y ese es el punto: despreciar lo que vale la pena es simplemente llegar a vivir “como si tuviera/ muchos años y poca vida”. Urondo se convirtió para mí en una guía para entender este instante del día donde el aturdidor ruido de la cotidianidad nos encierra en burbujas que viajan por ciudades sin rostro, por historias sin sentido y por caminos que guían a la nada.

Pero ese es el absurdo que debemos afrontar y seguir construyendo algo que valga la pena, negar nuestras ataduras y saber que las rejas no son reales. Porque “Del otro lado de la reja está la realidad, de/ este lado de la reja también está/ la realidad; la única irreal/ es la reja; la libertad es real aunque no se sabe bien si pertenece al mundo de los vivos, al mundo de los muertos; al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia”.

domingo, 20 de enero de 2019

La intransigencia de Duque


El odio es una enfermedad de los individuos; y como toda enfermedad se extiende y contagia a las sociedades. Colombia y sus individuos vivieron sumidos en una enfermedad de odio mutuo por más de 200 años. La cifra parece exagerada, pero la historia patria está enmarcada con enfrentamientos constantes, cuya base es la imposibilidad de reconocer la otredad de aquel que no está en mi zona de confort. En este contaminado aspecto de individualismo, el odio se extiende por los ductos de nuestra civilización hasta enfermar la génesis de quienes somos.

El problema es que la base de nuestra unión es este cáncer. Una civilización como la nuestra (si es que a esto se le puede denominar civilización) se debería entender como un conjunto de recetas, métodos dirigidos a proteger y propagar la vida humana, o por lo menos así lo planteó el filósofo francés Emamanuel Berl en uno de sus tantos ensayos. En Colombia la definición está trucada: existe un conjunto de recetas y métodos dirigidos a propagar la popularidad de un hombre; a punta de odio.
Lo que vivimos en estos días es la exaltación del odio y un retroceso en la lenta espiral de nuestro desarrollo. La evolución es un proceso lento que se estancó en este pedazo del mundo. El odio y la paranoia son nuestra forma de convivir y el único método para que la sociedad se una. Pero ¿de dónde surgió esto que, para algunos, fue un golpe intempestivo?

La respuesta tiene dos sílabas y cinco letras: Duque. El presidente de la República, aquel sujeto que clama unidad y acuerdos “sobre lo fundamental” logró darle al clavo: unidad mediante el odio dirigido. El evento de la escuela de cadetes fue la consecuencia de seis meses de políticas intransigentes, de persecuciones políticas por parte del Fiscal General, de la aniquilación sistemática de líderes sociales y de la intransigencia para apoyar un proceso de paz que el Gobierno anterior logró adelantar hasta un punto impensable.

Ante esto ¿qué hizo el presidente derechista? Arengar contra los resultados de su predecesor, culpar de todo a los "polarizadores" e intentar llegar a un acuerdo con los grupos que no pudo convencer. Su incapacidad de mando le cerró las puertas en el legislativo; su reforma tributaria perdió el eje fundamental de lo que pretendía y su reforma política quedó floja y desfigurada. Su partido político le dio la espalda en varias iniciativas y su popularidad comenzó a irse por las cloacas, al igual que la credibilidad del Fiscal General de la Nación.

Su salida de emergencia fue apelar al odio; un plan b que comenzó a estructurar desde el 7 de agosto de 2019. Lo materializó de a poco: descontinuó al equipo negociador, desconectó los canales de comunicación y comenzó a amenazar; esperando que con el bolillo en la mano el grupo guerrillero del otro lado de la mesa reaccionara. También empezó a frenar las políticas de reincorporación social y, de a poco, acabó con las políticas de sustitución voluntaria. Con su incapacidad de aplicar el acto legislativo 02 de 2009, desconoció los avances en políticas contra las drogas y destrozó la perspectiva moderna de entenderlo como un problema de salud pública, para convertirlo en un caballito de guerra.

El Ejército de Liberación Nacional es una célula pequeña (tan solo 1.500 combatientes) pero reaccionaria ¿Acaso el Gobierno creía que la guerrilla se iba a sentar cuatro años a esperar que nada pasara? Pero recordemos una cosa, el pasado 24 de diciembre el grupo guerrillero decretó un cese al fuego unilateral de 10 días. El 25 de diciembre, según denunciaron los líderes de esa organización, el Gobierno bombardeó campamentos guerrilleros, desconociendo el derecho internacional humanitario e impulsando el rencor de la subversión. La valentía de atacar gente en tregua.
Ahora ocurre un evento que nos regresa en la espiral de nuestros avances ¿y cuál es la respuesta? El odio, en su estado más puro y propagado en las masas. El cáncer que nos une como sociedad y la lástima por nuestras víctimas. Un ataque en medio de una guerra, un objetivo militar contra otro y el futuro escalamiento de un conflicto.

Tal vez quedemos envueltos en las humaredas y los escombros; gritando insultos contra el otro, mientras sobrevivimos en un día a día, cundidos de pánico y alimentados con odio. En este estado de paranoia nos quieren sumergir, para que a las malas tengamos ese “acuerdo por lo fundamental” que tanto pregonó Duque en su campaña política.

Es momento de marcar una diferencia y no caer en esta división social que promueve este Gobierno. Colombianos, descontaminémonos de esta enfermedad y tengamos una revolución moral, donde el otro tenga valor y podamos entender nuestra realidad más allá de una pelea entre “buenos y malos”, sino que esto es un proceso lento y tortuoso para restablecer los lazos sociales que no nos han permitido rodear la idea de la unidad como seres humanos. Una revolución moral que nos aleje del totalitarismo que encarna el rostro de Álvaro Uribe Vélez y que nos distancia cada vez más. Una revolución moral que nos devuelva la humanidad que nos arrebataron a la fuerza, cada uno de los actores armados (legales e ilegales) que, por desgracia, nos han acompañado en nuestra historia.