El odio es una enfermedad de los individuos; y como toda
enfermedad se extiende y contagia a las sociedades. Colombia y sus individuos
vivieron sumidos en una enfermedad de odio mutuo por más de 200 años. La cifra
parece exagerada, pero la historia patria está enmarcada con enfrentamientos
constantes, cuya base es la imposibilidad de reconocer la otredad de aquel que
no está en mi zona de confort. En este contaminado aspecto de individualismo,
el odio se extiende por los ductos de nuestra civilización hasta enfermar la
génesis de quienes somos.
El problema es que la base de nuestra unión es este cáncer.
Una civilización como la nuestra (si es que a esto se le puede denominar
civilización) se debería entender como un conjunto de recetas, métodos
dirigidos a proteger y propagar la vida humana, o por lo menos así lo planteó
el filósofo francés Emamanuel Berl en uno de sus tantos ensayos. En Colombia la
definición está trucada: existe un conjunto de recetas y métodos dirigidos a
propagar la popularidad de un hombre; a punta de odio.
Lo que vivimos en estos días es la exaltación del odio y un
retroceso en la lenta espiral de nuestro desarrollo. La evolución es un proceso
lento que se estancó en este pedazo del mundo. El odio y la paranoia son
nuestra forma de convivir y el único método para que la sociedad se una. Pero
¿de dónde surgió esto que, para algunos, fue un golpe intempestivo?
La respuesta tiene dos sílabas y cinco letras: Duque. El
presidente de la República, aquel sujeto que clama unidad y acuerdos “sobre lo
fundamental” logró darle al clavo: unidad mediante el odio dirigido. El evento
de la escuela de cadetes fue la consecuencia de seis meses de políticas
intransigentes, de persecuciones políticas por parte del Fiscal General, de la
aniquilación sistemática de líderes sociales y de la intransigencia para apoyar
un proceso de paz que el Gobierno anterior logró adelantar hasta un punto
impensable.
Ante esto ¿qué hizo el presidente derechista? Arengar contra
los resultados de su predecesor, culpar de todo a los "polarizadores" e intentar
llegar a un acuerdo con los grupos que no pudo convencer. Su incapacidad de
mando le cerró las puertas en el legislativo; su reforma tributaria perdió el
eje fundamental de lo que pretendía y su reforma política quedó floja y
desfigurada. Su partido político le dio la espalda en varias iniciativas y su
popularidad comenzó a irse por las cloacas, al igual que la credibilidad del
Fiscal General de la Nación.
Su salida de emergencia fue apelar al odio; un plan b que comenzó
a estructurar desde el 7 de agosto de 2019. Lo materializó de a poco: descontinuó
al equipo negociador, desconectó los canales de comunicación y comenzó a amenazar;
esperando que con el bolillo en la mano el grupo guerrillero del otro lado de
la mesa reaccionara. También empezó a frenar las políticas de reincorporación
social y, de a poco, acabó con las políticas de sustitución voluntaria. Con su
incapacidad de aplicar el acto legislativo 02 de 2009, desconoció los avances
en políticas contra las drogas y destrozó la perspectiva moderna de entenderlo
como un problema de salud pública, para convertirlo en un caballito de guerra.
El Ejército de Liberación Nacional es una célula pequeña
(tan solo 1.500 combatientes) pero reaccionaria ¿Acaso el Gobierno creía que la
guerrilla se iba a sentar cuatro años a esperar que nada pasara? Pero
recordemos una cosa, el pasado 24 de diciembre el grupo guerrillero decretó un
cese al fuego unilateral de 10 días. El 25 de diciembre, según denunciaron los
líderes de esa organización, el Gobierno bombardeó campamentos guerrilleros,
desconociendo el derecho internacional humanitario e impulsando el rencor de la
subversión. La valentía de atacar gente en tregua.
Ahora ocurre un evento que nos regresa en la espiral de
nuestros avances ¿y cuál es la respuesta? El odio, en su estado más puro y
propagado en las masas. El cáncer que nos une como sociedad y la lástima por
nuestras víctimas. Un ataque en medio de una guerra, un objetivo militar contra
otro y el futuro escalamiento de un conflicto.
Tal vez quedemos envueltos en las humaredas y los escombros;
gritando insultos contra el otro, mientras sobrevivimos en un día a día,
cundidos de pánico y alimentados con odio. En este estado de paranoia nos
quieren sumergir, para que a las malas tengamos ese “acuerdo por lo fundamental”
que tanto pregonó Duque en su campaña política.
Es momento de marcar una diferencia y no caer en esta división
social que promueve este Gobierno. Colombianos, descontaminémonos de esta
enfermedad y tengamos una revolución moral, donde el otro tenga valor y podamos
entender nuestra realidad más allá de una pelea entre “buenos y malos”, sino
que esto es un proceso lento y tortuoso para restablecer los lazos sociales que
no nos han permitido rodear la idea de la unidad como seres humanos. Una
revolución moral que nos aleje del totalitarismo que encarna el rostro de
Álvaro Uribe Vélez y que nos distancia cada vez más. Una revolución moral que
nos devuelva la humanidad que nos arrebataron a la fuerza, cada uno de los
actores armados (legales e ilegales) que, por desgracia, nos han acompañado en
nuestra historia.
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